viernes, 1 de mayo de 2009

5 el Sauce Boxeador

El final del verano llegó más rápido de lo que Harry habría querido. Estaba deseando volver a Hogwarts, pero por otro lado, el mes que había pasado en La Madriguera había sido el más feliz de su vida. Le resultaba difícil no sentir envidia de Ron cuando pensaba en los Dursley y en la bienvenida que le darían cuando volviera a Privet Drive.
La última noche, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un conjuro, una cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de Harry y que terminó con un suculento pudín de melaza. Fred y George redondearon la noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster, y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora. Después de esto, llegó el momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama.
A la mañana siguiente, les llevó mucho rato ponerse en marcha. Se levantaron con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos chocaban en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Ginny al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada.
A Harry no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había añadido el señor Weasley.
—No le digas a Molly ni media palabra —susurró a Harry al abrir el maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles con toda facilidad.
Cuando por fin estuvieron todos en el coche, la señora Weasley echó un vistazo al asiento trasero, en el que Harry, Ron, Fred, George y Percy estaban confortablemente sentados, unos al lado de otros, y dijo:
—Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad?
—Ella y Ginny iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?
El señor Weasley arrancó el coche y salieron del patio. Harry se volvió para echar una última mirada a la casa. Apenas le había dado tiempo a preguntarse cuándo volvería a verla, cuando tuvieron que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar a coger su escoba. Y cuando ya estaban en la autopista, Ginny gritó que se había olvidado su diario y tuvieron que retroceder otra vez. Cuando Ginny subió al coche, después de recoger el diario, llevaban muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados.
El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.
—Molly, querida...
—No, Arthur.
—Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta...
—He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.
Llegaron a Kings Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley cruzó la calle a toda pastilla para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y entraron todos corriendo en la estación. Harry ya había cogido el expreso de Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres cuartos, que no era visible para los ojos de los muggles. Lo que había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado para que ningún muggle notara la desaparición.
—Percy primero —dijo la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj que había en lo alto, que indicaba que sólo tenían cinco minutos para desaparecer disimuladamente a través de la barrera.
Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor Weasley. Lo siguieron Fred y George.
—Yo pasaré con Ginny, y vosotros dos nos seguís —dijo la señora Weasley a Harry y Ron, cogiendo a Ginny de la mano y empezando a caminar. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban.
—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry.
Harry se aseguró de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima del baúl, y empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho más seguro que usar los polvos flu. Se inclinaron sobre la barra de sus carritos y se encaminaron con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera, empezaron a correr y...
¡PATAPUM!
Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la jaula de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos. Todo el mundo los miraba, y un guardia que había allí cerca les gritó:
—¿Qué demonios estáis haciendo?
—He perdido el control del carrito —dijo Harry entre jadeos, sujetándose las costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás de la jaula de Hedwig, que estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios sobre la crueldad con los animales.
—¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron.
—Ni idea.
Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los estaban mirando.
—Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha cerrado el paso.
Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el estómago. Diez segundos..., nueve segundos... Avanzó con el carrito, con cuidado, hasta que llegó a la barrera, y empujó a continuación con todas sus fuerzas. La barrera permaneció allí, infranqueable.
Tres segundos..., dos segundos..., un segundo...
—Ha partido —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará si mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero muggle?
Harry soltó una risa irónica.
—Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.
Ron pegó la cabeza a la fría barrera.
No oigo nada —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto tardarán mis padres en volver por nosotros.
Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba, principalmente a causa de los alaridos incesantes de Hedwig.
—A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —dijo Harry—. Estamos llamando demasiado la aten...
—¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!
—¿Qué pasa con él?
—¡Podemos llegar a Hogwarts volando!
—Pero yo creía...
—Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio, ¿verdad? E incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso de la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena o algo así de la Restricción sobre Chismes...
El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción.
—¿Sabes hacerlo volar?
—Por supuesto —dijo Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga, vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.
Y abriéndose paso a través de la multitud de muggles curiosos, salieron de la estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo Ford Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica. Metieron dentro los baúles, dejaron a Hedwig en el asiento de atrás y se acomodaron delante.
—Comprueba que no nos ve nadie —le pidió Ron, arrancando el coche con otro golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico retumbaba por la avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada.
—Vía libre —dijo Harry.
Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el coche desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía el motor, sentía sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz, pero, a juzgar por lo que veía, se había convertido en un par de ojos que flotaban a un metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches aparcados.
—¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron.
Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de unos segundos, tenían todo Londres bajo sus pies, impresionante y neblinoso.
Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y Harry.
—¡Vaya! —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad—. Se ha estropeado.
Los dos se pusieron a darle golpes. El coche desapareció, pero luego empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente.
—¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala, penetraron en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.
—¿Y ahora qué? —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta de nubes que los rodeaba por todos lados.
—Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron.
—Vuelve a descender, rápido.
Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia abajo con los ojos entornados.
—¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí!
El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente roja.
—Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del salpicadero—. Bueno, tendremos que comprobarlo cada media hora más o menos. Agárrate. —Y volvieron a internarse en las nubes. Un minuto después, salían al resplandor de la luz solar.
Aquél era un mundo diferente. Las ruedas del coche rozaban el océano de esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul intenso bajo un cegador sol blanco.
—Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —dijo Ron.
Se miraron el uno al otro y rieron. Tardaron mucho en poder parar de reír.
Era como si hubieran entrado en un sueño maravilloso. Aquélla, pensó Harry, era seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes que parecían de nieve, en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa, con una gran bolsa de caramelos en la guantera e imaginando las caras de envidia que pondrían Fred y George cuando aterrizaran con suavidad en la amplia explanada de césped delante del castillo de Hogwarts.
Comprobaban regularmente el rumbo del tren a medida que avanzaban hacia el norte, y cada vez que bajaban por debajo de las nubes veían un paisaje diferente. Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por campos verdes que dieron paso a brezales de color púrpura, a aldeas con diminutas iglesias en miniatura y a una gran ciudad animada por coches que parecían hormigas de variados colores.
Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, Harry tenía que admitir que parte de la diversión se había esfumado. Los caramelos les habían dado una sed tremenda y no tenían nada que beber. Harry y Ron se habían despojado de sus jerséis, pero al primero se le pegaba la camiseta al respaldo del asiento y a cada momento las gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz empapada de sudor. Había dejado de maravillarse con las sorprendentes formas de las nubes y se acordaba todo el tiempo del tren que circulaba miles de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de calabaza muy frío del carrito que llevaba una bruja gordita. ¿Por qué motivo no habrían podido entrar en el andén nueve y tres cuartos?
—No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad? —dijo Ron, con la voz ronca, horas más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes, tiñéndolas de un rosa intenso—. ¿Listo para otra comprobación del tren?
Éste continuaba debajo de ellos, abriéndose camino por una montaña coronada de nieve. Se veía mucho más oscuro bajo el dosel de nubes.
Ron apretó el acelerador y volvieron a ascender, pero al hacerlo, el motor empezó a chirriar.
Harry y Ron se intercambiaron miradas nerviosas.
—Seguramente es porque está cansado —dijo Ron—, nunca había hecho un viaje tan largo...
Y ambos hicieron como que no se daban cuenta de que el chirrido se hacía más intenso al tiempo que el cielo se oscurecía. Las estrellas iban apareciendo en el firmamento. Se hacía de noche. Harry volvió a ponerse el jersey, tratando de no dar importancia al hecho de que los limpiaparabrisas se movían despacio, como en protesta.
—Ya queda poco —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a Harry—, ya queda muy poco —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con aire preocupado. Cuando, un poco más adelante, volvieron a descender por debajo de las nubes, tuvieron que aguzar la vista en busca de algo que pudieran reconocer.
—¡Allí! —gritó Harry de forma que Ron y Hedwig dieron un bote—. ¡Allí delante mismo!
En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el lago, las numerosas torres y atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro horizonte.
Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad.
—¡Vamos! —dijo Ron para animar al coche, dando una ligera sacudida al volante—. ¡Venga, que ya llegamos!
El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de vapor. Harry se agarró muy fuerte al asiento cuando se orientaron hacia el lago.
El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla, Harry vio la superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de kilómetros por debajo de ellos. Ron aferraba con tanta fuerza el volante, que se le ponían blancos los nudillos de las manos. El coche volvió a tambalearse.
—¡Vamos! —dijo Ron.
Sobrevolaban el lago. El castillo estaba justo delante de ellos. Ron apretó el pedal a fondo.
Oyeron un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor se paró completamente.
—¡Oh! —exclamó Ron, en medio del silencio.
El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia abajo. Caían, cada vez más rápido, directos contra el sólido muro del castillo.
—¡Noooooo! —gritó Ron, girando el volante; esquivaron el muro por unos centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y planeó sobre los invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped, perdiendo altura sin cesar.
Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica.
—¡ALTO! ¡ALTO! —gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el parabrisas, pero todavía estaban cayendo en picado, y el suelo se precipitaba contra ellos...
—¡CUIDADO CON EL ÁRBOL! —gritó Harry, cogiendo el volante, pero era demasiado tarde.
¡¡PAF!!
Con gran estruendo, chocaron contra el grueso tronco del árbol y se dieron un gran batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo; Hedwig daba chillidos de terror; a Harry le había salido un doloroso chichón del tamaño de una bola de golf en la cabeza, al golpearse contra el parabrisas; y, a su lado, Ron emitía un gemido ahogado de desesperación.
—¿Estás bien? —le preguntó Harry inmediatamente.
—¡Mi varita mágica! —dijo Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi varita!
Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba, sujeta sólo por unas pocas astillas.
Harry abrió la boca para decir que estaba seguro de que podrían recomponerla en el colegio, pero no llegó a decir nada. En aquel mismo momento, algo golpeó contra su lado del coche con la fuerza de un toro que les embistiera y arrojó a Harry sobre Ron, al mismo tiempo que el techo del coche recibía otro golpe igualmente fuerte.
—¿Qué ha pasado?
Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y Harry sacó la cabeza por la ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una serpiente pitón, golpeaba en el coche destrozándolo. El árbol contra el que habían chocado les atacaba. El tronco se había inclinado casi el doble de lo que estaba antes, y azotaba con sus nudosas ramas pesadas como el plomo cada centímetro del coche que tenía a su alcance.
—¡Aaaaag! —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una lluvia de golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con tal furia el techo, que pareció que éste se hundía.
—¡Escapemos! —gritó Ron, empujando la puerta con toda su fuerza, pero inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama lo arrojó hacia atrás, contra el regazo de Harry.
—¡Estamos perdidos! —gimió, viendo combarse el techo.
De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de nuevo en funcionamiento.
—¡Marcha atrás! —gritó Harry, y el coche salió disparado. El árbol aún trataba de golpearles, y pudieron oír crujir sus raíces cuando, en un intento de arremeter contra el coche que escapaba, casi se arranca del suelo.
—Por poco —dijo Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche!
El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos, las puertas se abrieron y Harry sintió que su asiento se inclinaba hacia un lado y de pronto se encontró sentado en el húmedo césped. Unos ruidos sordos le indicaron que el coche estaba expulsando el equipaje del maletero; la jaula de Hedwig salió volando por los aires y se abrió de golpe, y la lechuza salió emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló apresuradamente y sin parar en dirección al castillo. A continuación, el coche, abollado y echando humo, se perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con las luces de atrás encendidas como en un gesto de enfado.
—¡Vuelve! —le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me matará!
Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de escape.
—¿Es posible que tengamos esta suerte? —preguntó Ron embargado por la tristeza mientras se inclinaba para recoger a Scabbers, la rata—. De todos los árboles con los que podíamos haber chocado, tuvimos que dar contra el único que devuelve los golpes.
Se volvió para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas pavorosamente.
—Vamos —dijo Harry, cansado—. Lo mejor que podemos hacer es ir al colegio.
No era la llegada triunfal que habían imaginado. Con el cuerpo agarrotado, frío y magullado, cada uno cogió su baúl por la anilla del extremo, y los arrastraron por la ladera cubierta de césped, hacia arriba, donde les esperaban las inmensas puertas de roble de la entrada principal.
—Me parece que ya ha comenzado el banquete —dijo Ron, dejando su baúl al principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un vistazo a través de una ventana iluminada—. ¡Eh, Harry, ven a ver esto... es la Selección!
Harry se acercó a toda prisa, y juntos contemplaron el Gran Comedor.
Sobre cuatro mesas abarrotadas de gente, se mantenían en el aire innumerables velas, haciendo brillar los platos y las copas. Encima de las cabezas, el techo encantado que siempre reflejaba el cielo exterior estaba cuajado de estrellas.
A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de Hogwarts, Harry vio una larga hilera de alumnos de primer curso que, con caras asustadas, iban entrando en el comedor. Ginny estaba entre ellos; era fácil de distinguir por el color intenso de su pelo, que revelaba su pertenencia a la familia Weasley. Mientras tanto, la profesora McGonagall, una bruja con gafas y con el pelo recogido en un apretado moño, ponía el famoso Sombrero Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de los recién llegados.
Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a los nuevos estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Harry se acordaba bien de cuando se lo había puesto, un año antes, y había esperado muy quieto la decisión que el sombrero pronunció en voz alta en su oído. Durante unos escasos y horribles segundos, había temido que lo fuera a destinar a Slytherin, la casa que había dado más magos y brujas tenebrosos que ninguna otra, pero había acabado en Gryffindor, con Ron, Hermione y el resto de los Weasley. En el último trimestre, Harry y Ron habían contribuido a que Gryffindor ganara el campeonato de las casas, venciendo a Slytherin por primera vez en siete años.
Habían llamado a un chaval muy pequeño, de pelo castaño, para que se pusiera el sombrero. Harry desvió la mirada hacia el profesor Dumbledore, el director, que se hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los profesores, con su larga barba plateada y sus gafas de media luna brillando a la luz de las velas. Varios asientos más allá, Harry vio a Gilderoy Lockhart, vestido con una túnica color aguamarina. Y al final estaba Hagrid, grande y peludo, apurando su copa.
—Espera... —dijo Harry a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la mesa de los profesores. ¿Dónde está Snape?
Severus Snape era el profesor que menos le gustaba a Harry. Y Harry resultó ser el alumno que menos le gustaba a Snape, que daba clase de Pociones y era cruel, sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que no fueran de Slytherin, la casa a la que pertenecía.
—¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado.
—¡Quizá se haya ido —dijo Harry—, porque tampoco esta vez ha conseguido el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras!
—O quizá lo han echado —dijo Ron con entusiasmo—. Como todo el mundo lo odia...
—O tal vez —dijo una voz glacial detrás de ellos— quiera averiguar por qué no habéis llegado vosotros dos en el tren escolar.
Harry se dio media vuelta. Allí estaba Severus Snape, con su túnica negra ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz ganchuda y pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros, y en aquel momento sonreía de tal modo que Ron y Harry comprendieron inmediatamente que se habían metido en un buen lío.
—Seguidme —dijo Snape.
Sin atreverse a mirarse el uno al otro, Harry y Ron siguieron a Snape escaleras arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las palabras producían eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran Comedor, pero Snape los alejó de la calidez y la luz y los condujo abajo por la estrecha escalera de piedra que llevaba a las mazmorras.
—¡Adentro! —dijo, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del frío corredor, y señalando su interior.
Entraron temblando en el despacho de Snape. Los sombríos muros estaban cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los cuales flotaban cosas verdaderamente asquerosas, cuyo nombre en aquel momento a Harry no le interesaba en absoluto. La chimenea estaba apagada y vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia ellos.
—Así que —dijo con voz melosa— el tren no es un medio de transporte digno para el famoso Harry Potter y su fiel compañero Weasley. Queríais hacer una llegada a lo grande, ¿eh, muchachos?
—No, señor, fue la barrera en la estación de Kings Cross lo que...
—¡Silencio! —dijo Snape con frialdad—. ¿Qué habéis hecho con el coche?
Ron tragó saliva. No era la primera vez que a Harry le daba la impresión de que Snape era capaz de leer el pensamiento. Pero enseguida comprendió, cuando Snape desplegó un ejemplar de El Profeta Vespertino de aquel mismo día.
—Os han visto —les dijo enfadado, enseñándoles el titular:
«MUGGLES» DESCONCERTADOS
POR UN FORD ANGLIA VOLADOR
Y comenzó a leer en voz alta:
—«En Londres, dos muggles están convencidos de haber visto un coche viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos (...) al mediodía en Norfolk, la señora Hetty Bayliss, al tender la ropa (...) y el señor Angus Fleet, de Peebles, informaron a la policía, etcétera.» En total, seis o siete muggles. Tengo entendido que tu padre trabaja en el Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles —dijo, mirando a Ron y sonriendo de manera aún más desagradable—. Vaya, vaya..., su propio hijo...
Harry sintió como si una de las ramas más grandes del árbol furioso le acabara de golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor Weasley había encantado el coche... No se le había ocurrido pensar en eso...
—He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso de sauce boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió Snape.
—Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a... —se le escapó a Ron.
—¡Silencio! —interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, vosotros no pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a mí. Voy a buscar a las personas a quienes compete esa grata decisión. Esperad aquí.
Ron y Harry se miraron, palideciendo. Harry ya no sentía hambre, sino un tremendo mareo. Trató de no mirar hacia el estante que había detrás del escritorio de Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una cosa muy larga y delgada. Si Snape había ido en busca de la profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, su situación no iba a mejorar mucho. Ella podía ser mejor que Snape, pero era muy estricta.
Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora McGonagall quien lo acompañaba. Harry había visto en varias ocasiones a la profesora McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos que podía poner los labios, o es que nunca la había visto tan enfadada. Ella levantó su varita al entrar. Harry y Ron se estremecieron, pero ella simplemente apuntaba hacia la chimenea, donde las llamas empezaron a brotar al instante.
—Sentaos —dijo ella, y los dos se retiraron a dos sillas que había al lado del fuego—. Explicaos —añadió. Sus gafas brillaban inquietantemente.
Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la estación, que no les había dejado pasar.
—... así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos coger el tren.
—¿Y por qué no enviasteis una carta por medio de una lechuza? Imagino que tenéis alguna lechuza —dijo fríamente la profesora McGonagall a Harry.
Harry se quedó mirándola con la boca abierta. Ahora que la profesora lo mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que tenían que haber hecho.
—No-no lo pensé...
—Eso —observó la profesora McGonagall— es evidente.
Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que unas pascuas. Era el director, el profesor Dumbledore.
Harry tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era de una severidad inusitada. Miró de tal forma a los dos alumnos que tenía debajo de su gran nariz aguileña, que en aquel momento Harry habría preferido estar con Ron recibiendo los golpes del sauce boxeador.
Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo:
—Por favor, explicadme por qué lo habéis hecho.
Habría sido preferible que hubiera gritado. A Harry le pareció horrible el tono decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía mirar a Dumbledore a los ojos, y habló con la mirada clavada en sus rodillas. Se lo contó todo a Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley era el propietario del coche encantado, simulando que Ron y él se habían encontrado un coche volador a la salida de la estación. Supuso que Dumbledore les interrogaría inmediatamente al respecto, pero Dumbledore no preguntó nada sobre el coche. Cuando Harry acabó, el director simplemente siguió mirándolos a través de sus gafas.
—Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz desesperado.
—¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall.
—Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —dijo Ron.
Harry miró a Dumbledore.
—Hoy no, señor Weasley —dijo Dumbledore—. Pero quiero dejar claro que lo que habéis hecho es muy grave. Esta noche escribiré a vuestras familias. He de advertiros también que si volvéis a hacer algo parecido, no tendré más remedio que expulsaros.
Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido las Navidades. Se aclaró la garganta y dijo:
—Profesor Dumbledore, estos muchachos han transgredido el decreto para la restricción de la magia en menores de edad, han causado daños graves a un árbol muy antiguo y valioso... Creo que actos de esta naturaleza...
—Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos muchachos, Severus —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a su casa y están por tanto bajo su responsabilidad. —Se volvió hacia la profesora McGonagall—. Tengo que regresar al banquete, Minerva, he de comunicarles unas cuantas cosas. Vamos, Severus, hay una tarta de crema que tiene muy buena pinta y quiero probarla.
Al salir del despacho, Snape dirigió a Ron y Harry una mirada envenenada. Se quedaron con la profesora McGonagall, que todavía los miraba como un águila enfurecida.
—Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando.
—No es nada —dijo Ron, frotándose enseguida con la manga la herida que tenía en la ceja—. Profesora, quisiera ver la selección de mi hermana.
—La Ceremonia de Selección ya ha concluido —dijo la profesora McGonagall—. Tu hermana está también en Gryffindor.
—¡Bien! —dijo Ron.
—Y hablando de Gryffindor... —empezó a decir severamente la profesora McGonagall.
Pero Harry la interrumpió.
—Profesora, cuando nosotros cogimos el coche, el curso aún no había comenzado, así que, en realidad, a Gryffindor no habría que quitarle puntos, ¿no? —dijo, mirándola con temor.
La profesora McGonagall le dirigió una mirada penetrante, pero Harry estaba seguro de que había estado a punto de sonreír. Tenía los labios menos tensos, eso era evidente.
—No quitaremos puntos a Gryffindor —dijo ella, y Harry se sintió muy aliviado—. Pero vosotros dos seréis castigados.
Eso era menos malo de lo que Harry se había temido. En cuanto a que Dumbledore escribiera a los Dursley, le daba lo mismo. Harry sabía perfectamente que los Dursley lamentarían que el sauce boxeador no lo hubiera aplastado.
La profesora McGonagall volvió a levantar su varita y apuntó con ella al escritorio de Snape. Sonó un ¡plop! y apareció un gran plato de emparedados, dos copas de plata y una jarra de zumo frío de calabaza.
—Comeréis aquí y luego os iréis directamente al dormitorio —indicó—. Yo también tengo que volver al banquete.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Ron profirió un silbido bajo y prolongado.
—Creí que no nos salvábamos —dijo, cogiendo un emparedado.
—Y yo también —contestó Harry, haciendo lo mismo.
—Pero ¿cómo es posible que tengamos tan mala suerte? —dijo Ron con la boca llena de jamón y pollo—. Fred y George deben de haber volado en ese coche cinco o seis veces y nunca los ha visto ningún muggle. —Tragó y volvió a dar otro bocado—. ¿Y por qué no pudimos atravesar la barrera?
Harry se encogió de hombros.
—Tendremos que andarnos con mucho cuidado de ahora en adelante —dijo, tomando un refrescante trago de zumo de calabaza—. Si al menos hubiéramos podido subir al banquete...
—Ella no quería que hiciéramos ningún alarde —dijo Ron inteligentemente—. No quiere que nadie llegue a pensar que está bien eso de llegar volando en un coche.
Cuando hubieron comido todos los emparedados que podían (en el plato iban apareciendo más, conforme los engullían), se levantaron y salieron del despacho, y tomaron el camino que llevaba a la torre de Gryffindor. El castillo estaba en calma, parecía que el banquete había concluido. Pasaron por delante de retratos parlantes y armaduras que chirriaban, y subieron por las escaleras de piedra hasta que llegaron finalmente al corredor donde, oculta detrás de una pintura al óleo que representaba a una mujer gorda vestida con un vestido de seda rosa, estaba la entrada secreta a la torre de Gryffindor
—La contraseña —exigió ella, al verlos acercarse.
—Esto... —dijo Harry.
No conocían la contraseña del nuevo curso, porque aún no habían visto a ningún prefecto, pero casi al instante les llegó la ayuda; detrás de ellos oyeron unos pasos veloces y al volverse vieron a Hermione que corría a ayudarles.
—¡Estáis aquí! ¿Dónde os habíais metido? Corren los rumores más absurdos... Alguien decía que os habían expulsado por haber tenido un accidente con un coche volador.
—Bueno, no nos han expulsado —le garantizó Harry.
—¿Quieres decir que habéis venido hasta aquí volando? —preguntó Hermione, en un tono de voz casi tan duro como el de la profesora McGonagall.
—Ahórrate el sermón —dijo Ron impaciente— y dinos cuál es la nueva contraseña.
—Es «somormujo» —dijo Hermione deprisa—, pero ésa no es la cuestión..
No pudo terminar lo que estaba diciendo, sin embargo, porque el retrato de la señora gorda se abrió y se oyó una repentina salva de aplausos. Al parecer, en la casa de Gryffindor todos estaban despiertos y abarrotaban la sala circular común, de pie sobre las mesas revueltas y las mullidas butacas, esperando a que ellos llegaran. Unos cuantos brazos aparecieron por el hueco de la puerta secreta para tirar de Ron y Harry hacia dentro, y Hermione entró detrás de ellos.
—¡Formidable! —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Habéis volado en un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta proeza durante años!
—¡Bravo! —dijo un estudiante de quinto curso con quien Harry no había hablado nunca.
Alguien le daba palmadas en la espalda como si acabara de ganar una maratón. Fred y George se abrieron camino hasta la primera fila de la multitud y dijeron al mismo tiempo:
—¿Por qué no nos llamasteis?
Ron estaba azorado y sonreía sin saber qué decir. Harry se fijó en alguien que no estaba en absoluto contento. Al otro lado de la multitud de emocionados estudiantes de primero, vio a Percy que trataba de acercarse para reñirles. Harry le dio a Ron con el codo en las costillas y señaló a Percy con la cabeza. Inmediatamente, Ron entendió lo que le quería decir.
—Tenemos que subir..., estamos algo cansados —dijo, y los dos se abrieron paso hacia la puerta que había al otro lado de la estancia, que daba a una escalera de caracol y a los dormitorios.
—Buenas noches —dijo Harry a Hermione, volviéndose. Ella tenía la misma cara de enojo que Percy.
Consiguieron alcanzar el otro extremo de la sala común, recibiendo palmadas en la espalda, y al fin llegaron a la tranquilidad de la escalera. La subieron deprisa, derechos hasta el final, hasta la puerta de su antiguo dormitorio, que ahora lucía un letrero que indicaba «Segundo curso». Penetraron en la estancia que ya conocían; tenía forma circular, con sus cinco camas adoseladas con terciopelo rojo y sus ventanas elevadas y estrechas. Les habían subido los baúles y los habían dejado a los pies de sus camas respectivas.
Ron sonrió a Harry con una expresión de culpabilidad.
—Sé que no tendría que haber disfrutado de este recibimiento, pero la verdad es que...
La puerta del dormitorio se abrió y entraron los demás chicos del segundo curso de la casa Gryffindor: Seamus Finnigan, Dean Thomas y Neville Longbottom.
—¡Increíble! —dijo Seamus sonriendo.
—¡Formidable! —dijo Dean.
—¡Alucinante! —dijo Neville, sobrecogido.
Harry no pudo evitarlo. Él también sonrió.


6
Gilderoy Lockhart

Al día siguiente, sin embargo, Harry apenas sonrió ni una vez. Las cosas fueron de mal en peor desde el desayuno en el Gran Salón. Bajo el techo encantado, que aquel día estaba de un triste color gris, las cuatro grandes mesas correspondientes a las cuatro casas estaban repletas de soperas con gachas de avena, fuentes de arenques ahumados, montones de tostadas y platos con huevos y beicon. Harry y Ron se sentaron en la mesa de Gryffindor junto a Hermione, que tenía su ejemplar de Viajes con los vampiros abierto y apoyado contra una taza de leche. La frialdad con que ella dijo «buenos días», hizo pensar a Harry que todavía les reprochaba la manera en que habían llegado al colegio. Neville Longbottom, por el contrario, les saludó alegremente. Neville era un muchacho de cara redonda, propenso a los accidentes, y era la persona con peor memoria de entre todas las que Harry había conocido nunca.
—El correo llegará en cualquier momento —comentó Neville—; supongo que mi abuela me enviará las cosas que me he olvidado.
Efectivamente, Harry acababa de empezar sus gachas de avena cuando un centenar de lechuzas penetraron con gran estrépito en la sala, volando sobre sus cabezas, dando vueltas por la estancia y dejando caer cartas y paquetes sobre la alborotada multitud. Un gran paquete de forma irregular rebotó en la cabeza de Neville, y un segundo después, una cosa gris cayó sobre la taza de Hermione, salpicándolos a todos de leche y plumas.
—¡Errol! —dijo Ron, sacando por las patas a la empapada lechuza. Errol se desplomó, sin sentido, sobre la mesa, con las patas hacia arriba y un sobre rojo y mojado en el pico.
»¡No. ..! —exclamó Ron.
—No te preocupes, no está muerto —dijo Hermione, tocando a Errol con la punta del dedo.
—No es por eso... sino por esto.
Ron señalaba el sobre rojo. A Harry no le parecía que tuviera nada de particular, pero Ron y Neville lo miraban como si pudiera estallar en cualquier momento.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—Me han enviado un howler —dijo Ron con un hilo de voz.
—Será mejor que lo abras, Ron —dijo Neville, en un tímido susurro—. Si no lo hicieras, sería peor. Mi abuela una vez me envió uno, pero no lo abrí y... —tragó saliva— fue horrible.
Harry contempló los rostros aterrorizados y luego el sobre rojo.
—¿Qué es un howler? —dijo.
Pero Ron fijaba toda su atención en la carta, que había empezado a humear por las esquinas.
—Ábrela —urgió Neville—. Será cuestión de unos minutos.
Ron alargó una mano temblorosa, le quitó a Errol el sobre del pico con mucho cuidado y lo abrió. Neville se tapó los oídos con los dedos. Harry no comprendió por qué lo había hecho hasta una fracción de segundo después. Por un momento, creyó que el sobre había estallado; en el salón se oyó un bramido tan potente que desprendió polvo del techo.
—... ROBAR EL COCHE, NO ME HABRÍA EXTRAÑADO QUE TE EXPULSARAN; ESPERA A QUE TE COJA, SUPONGO QUE NO TE HAS PARADO A PENSAR LO QUE SUFRIMOS TU PADRE Y YO CUANDO VIMOS QUE EL COCHE NO ESTABA...
Los gritos de la señora Weasley, cien veces más fuertes de lo normal, hacían tintinear los platos y las cucharas en la mesa y reverberaban en los muros de piedra de manera ensordecedora. En el salón, la gente se volvía hacia todos los lados para ver quién era el que había recibido el howler, y Ron se encogió tanto en el asiento que sólo se le podía ver la frente colorada.
—... ESTA NOCHE LA CARTA DE DUMBLEDORE, CREÍ QUE TU PADRE SE MORÍA DE LA VERGUENZA, NO TE HEMOS CRIADO PARA QUE TE COMPORTES ASÍ, HARRY Y TÚ PODRÍAIS HABEROS MATADO...
Harry se había estado preguntando cuándo aparecería su nombre. Trataba de hacer como que no oía la voz que le estaba perforando los tímpanos.
—... COMPLETAMENTE DISGUSTADO, EN EL TRABAJO DE TU PADRE ESTÁN HACIENDO INDAGACIONES, TODO POR CULPA TUYA, Y SI VUELVES A HACER OTRA, POR PEQUEÑA QUE SEA, TE SACAREMOS DEL COLEGIO.
Se hizo un silencio en el que resonaban aún las palabras de la carta. El sobre rojo, que había caído al suelo, ardió y se convirtió en cenizas. Harry y Ron se quedaron aturdidos, como si un maremoto les hubiera pasado por encima. Algunos se rieron y, poco a poco, el habitual alboroto retornó al salón.
Hermione cerró el libro Viajes con los vampiros y miró a Ron, que seguía encogido.
—Bueno, no sé lo que esperabas, Ron, pero tú...
—No me digas que me lo merezco —atajó Ron.
Harry apartó su plato de gachas. El sentimiento de culpabilidad le revolvía las tripas. El señor Weasley tendría que afrontar una investigación en su trabajo. Después de todo lo que los padres de Ron habían hecho por él durante el verano...
Pero Harry no tuvo demasiado tiempo para pensar en aquello, porque la profesora McGonagall recorría la mesa de Gryffindor entregando los horarios. Harry cogió el suyo y vio que tenían en primer lugar dos horas de Herbología con los de la casa de Hufflepuff.
Harry, Ron y Hermione abandonaron juntos el castillo, cruzaron la huerta por el camino y se dirigieron a los invernaderos donde crecían las plantas mágicas. El howler había tenido al menos un efecto positivo: parecía que Hermione consideraba que ellos ya habían tenido suficiente castigo y volvía a mostrarse amable.
Al dirigirse a los invernaderos, vieron al resto de la clase congregada en la puerta, esperando a la profesora Sprout. Harry, Ron y Hermione acababan de llegar cuando la vieron acercarse con paso decidido a través de la explanada, acompañada por Gilderoy Lockhart. La profesora Sprout llevaba un montón de vendas en los brazos, y sintiendo otra punzada de remordimiento, Harry vio a lo lejos que el sauce boxeador tenía varias de sus ramas en cabestrillo.
La profesora Sprout era una bruja pequeña y rechoncha que llevaba un sombrero remendado sobre la cabellera suelta. Generalmente, sus ropas siempre estaban manchadas de tierra, y si tía Petunia hubiera visto cómo llevaba las uñas, se habría desmayado. Gilderoy Lockhart, sin embargo, iba inmaculado con su túnica amplia color turquesa y su pelo dorado que brillaba bajo un sombrero igualmente turquesa con ribetes de oro, perfectamente colocado.
—¡Hola, qué hay! —saludó Lockhart, sonriendo al grupo de estudiantes—. Estaba explicando a la profesora Sprout la manera en que hay que curar a un sauce boxeador. ¡Pero no quiero que penséis que sé más que ella de botánica! Lo que pasa es que en mis viajes me he encontrado varias de estas especies exóticas y...
—¡Hoy iremos al Invernadero 3, muchachos! —dijo la profesora Sprout, que parecía claramente disgustada, lo cual no concordaba en absoluto con el buen humor habitual en ella.
Se oyeron murmullos de interés. Hasta entonces, sólo habían trabajado en el Invernadero 1. En el Invernadero 3 había plantas mucho más interesantes y peligrosas. La profesora Sprout cogió una llave grande que llevaba en el cinto y abrió con ella la puerta. A Harry le llegó el olor de la tierra húmeda y el abono mezclados con el perfume intenso de unas flores gigantes, del tamaño de un paraguas, que colgaban del techo. Se disponía a entrar detrás de Ron y Hermione cuando Lockhart lo detuvo sacando la mano rapidísimamente.
—¡Harry! Quería hablar contigo... Profesora Sprout, no le importa si retengo a Harry un par de minutos, ¿verdad?
A juzgar por la cara que puso la profesora Sprout, sí le importaba, pero Lockhart añadió:
—Sólo un momento —y le cerró la puerta del invernadero en las narices.
—Harry —dijo Lockhart. Sus grandes dientes blancos brillaban al sol cuando movía la cabeza—. Harry, Harry, Harry.
Harry no dijo nada. Estaba completamente perplejo. No tenía ni idea de qué se trataba. Estaba a punto de decírselo, cuando Lockhart prosiguió:
—Nunca nada me había impresionado tanto como esto, ¡llegar a Hogwarts volando en un coche! Claro que enseguida supe por qué lo habías hecho. Se veía a la legua. Harry, Harry, Harry.
Era increíble cómo se las arreglaba para enseñar todos los dientes incluso cuando no estaba hablando.
—Te metí el gusanillo de la publicidad, ¿eh? —dijo Lockhart—. Le has encontrado el gusto. Te viste compartiendo conmigo la primera página del periódico y no pudiste resistir salir de nuevo.
—No, profesor, verá...
—Harry, Harry, Harry —dijo Lockhart, cogiéndole por el hombro—. Lo comprendo. Es natural querer probar un poco más una vez que uno le ha cogido el gusto. Y me avergüenzo de mí mismo por habértelo hecho probar, porque es lógico que se te subiera a la cabeza. Pero mira, muchacho, no puedes ir volando en coche para convertirte en noticia. Tienes que tomártelo con calma, ¿de acuerdo? Ya tendrás tiempo para estas cosas cuando seas mayor. Sí, sí, ya sé lo que estás pensando: «¡Es muy fácil para él, siendo ya un mago de fama internacional!» Pero cuando yo tenía doce años, era tan poco importante como tú ahora. ¡De hecho, creo que era menos importante! Quiero decir que hay gente que ha oído hablar de ti, ¿no?, por todo ese asunto con El-que-no-debe-ser-nombrado. —Contempló la cicatriz en forma de rayo que Harry tenía en la frente—. Lo sé, lo sé, no es tanto como ganar cinco veces seguidas el Premio a la Sonrisa más Encantadora, concedido por la revista Corazón de bruja, como he hecho yo, pero por algo hay que empezar.
Le guiñó un ojo a Harry y se alejó con paso seguro. Harry se quedó atónito durante unos instantes, y luego, recordando que tenía que estar ya en el invernadero, abrió la puerta y entró.
La profesora Sprout estaba en el centro del invernadero, detrás de una mesa montada sobre caballetes. Sobre la mesa había unas veinte orejeras. Cuando Harry ocupó su sitio entre Ron y Hermione, la profesora dijo:
—Hoy nos vamos a dedicar a replantar mandrágoras. Veamos, ¿quién me puede decir qué propiedades tiene la mandrágora?
Sin que nadie se sorprendiera, Hermione fue la primera en alzar la mano.
—La mandrágora, o mandrágula, es un reconstituyente muy eficaz —dijo Hermione en un tono que daba la impresión, como de costumbre, de que se había tragado el libro de texto—. Se utiliza para volver a su estado original a la gente que ha sido transformada o encantada.
—Excelente, diez puntos para Gryffindor —dijo la profesora Sprout—. La mandrágora es un ingrediente esencial en muchos antídotos. Pero, sin embargo, también es peligrosa. ¿Quién me puede decir por qué?
Al levantar de nuevo velozmente la mano, Hermione casi se lleva por delante las gafas de Harry.
—El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo oye —dijo Hermione instantáneamente.
—Exacto. Otros diez puntos —dijo la profesora Sprout—. Bueno, las mandrágoras que tenemos aquí son todavía muy jóvenes.
Mientras hablaba, señalaba una fila de bandejas hondas, y todos se echaron hacia delante para ver mejor. Un centenar de pequeñas plantas con sus hojas de color verde violáceo crecían en fila. A Harry, que no tenía ni idea de lo que Hermione había querido decir con lo de «el llanto de la mandrágora», le parecían completamente vulgares.
—Poneos unas orejeras cada uno —dijo la profesora Sprout.
Hubo un forcejeo porque todos querían coger las únicas que no eran ni de peluche ni de color rosa.
—Cuando os diga que os las pongáis, aseguraos de que vuestros oídos quedan completamente tapados —dijo la profesora Sprout—. Cuando os las podáis quitar, levantaré el pulgar. De acuerdo, poneos las orejeras.
Harry se las puso rápidamente. Insonorizaban completamente los oídos. La profesora Sprout se puso unas de color rosa, se remangó, cogió firmemente una de las plantas y tiró de ella con fuerza.
Harry dejó escapar un grito de sorpresa que nadie pudo oír.
En lugar de raíces, surgió de la tierra un niño recién nacido, pequeño, lleno de barro y extremadamente feo. Las hojas le salían directamente de la cabeza. Tenía la piel de un color verde claro con manchas, y se veía que estaba llorando con toda la fuerza de sus pulmones.
La profesora Sprout cogió una maceta grande de debajo de la mesa, metió dentro la mandrágora y la cubrió con una tierra abonada, negra y húmeda, hasta que sólo quedaron visibles las hojas. La profesora Sprout se sacudió las manos, levantó el pulgar y se quitó ella también las orejeras.
—Como nuestras mandrágoras son sólo plantones pequeños, sus llantos todavía no son mortales —dijo ella con toda tranquilidad, como silo que acababa de hacer no fuera más impresionante que regar una begonia—. Sin embargo, os dejarían inconscientes durante varias horas, y como estoy segura de que ninguno de vosotros quiere perderse su primer día de clase, aseguraos de que os ponéis bien las orejeras para hacer el trabajo. Ya os avisaré cuando sea hora de recoger.
»Cuatro por bandeja. Hay suficientes macetas aquí. La tierra abonada está en aquellos sacos. Y tened mucho cuidado con las Tentacula Venenosa, porque les están saliendo los dientes.
Mientras hablaba, dio un fuerte manotazo a una planta roja con espinas, haciéndole que retirara los largos tentáculos que se habían acercado a su hombro muy disimulada y lentamente.
Harry, Ron y Hermione compartieron su bandeja con un muchacho de Hufflepuff que Harry conocía de vista, pero con quien no había hablado nunca.
—Justin Finch-Fletchley —dijo alegremente, dándole la mano a Harry—. Claro que sé quién eres, el famoso Harry Potter. Y tú eres Hermione Granger, siempre la primera en todo. —Hermione sonrió al estrecharle la mano—. Y Ron Weasley. ¿No era tuyo el coche volador?
Ron no sonrió. Obviamente, todavía se acordaba del howler.
—Ese Lockhart es famoso, ¿verdad? —dijo contento Justin, cuando empezaban a llenar sus macetas con estiércol de dragón—. ¡Qué tío más valiente! ¿Habéis leído sus libros? Yo me habría muerto de miedo si un hombre lobo me hubiera acorralado en una cabina de teléfonos, pero él se mantuvo sereno y ¡zas! Formidable.
»Me habían reservado plaza en Eton, pero estoy muy contento de haber venido aquí. Naturalmente, mi madre estaba algo disgustada, pero desde que le hice leer los libros de Lockhart, empezó a comprender lo útil que puede resultar tener en la familia a un mago bien instruido...
Después ya no tuvieron muchas posibilidades de charlar. Se habían vuelto a poner las orejeras y tenían que concentrarse en las mandrágoras. Para la profesora Sprout había resultado muy fácil, pero en realidad no lo era. A las mandrágoras no les gustaba salir de la tierra, pero tampoco parecía que quisieran volver a ella. Se retorcían, pataleaban, sacudían sus pequeños puños y rechinaban los dientes. Harry se pasó diez minutos largos intentando meter una algo más grande en la maceta.
Al final de la clase, Harry, al igual que los demás, estaba empapado en sudor, le dolían varias partes del cuerpo y estaba lleno de tierra. Volvieron al castillo para lavarse un poco, y los de Gryffindor marcharon corriendo a la clase de Transformaciones.
Las clases de la profesora McGonagall eran siempre muy duras, pero aquel primer día resultó especialmente difícil. Todo lo que Harry había aprendido el año anterior parecía habérsele ido de la cabeza durante el verano. Tenía que convertir un escarabajo en un botón, pero lo único que conseguía era cansar al escarabajo, porque cada vez que éste esquivaba la varita mágica, se le caía del pupitre.
A Ron aún le iba peor. Había recompuesto su varita con un poco de celo que le habían dado, pero parecía que la reparación no había sido suficiente. Crujía y echaba chispas en los momentos más raros, y cada vez que Ron intentaba transformar su escarabajo, quedaba envuelto en un espeso humo gris que olía a huevos podridos. Incapaz de ver lo que hacía, aplastó el escarabajo con el codo sin querer y tuvo que pedir otro. A la profesora McGonagall no le hizo mucha gracia.
Harry se sintió aliviado al oír la campana de la comida. Sentía el cerebro como una esponja escurrida. Todos salieron ordenadamente de la clase salvo él y Ron, que todavía estaba dando golpes furiosos en el pupitre con la varita.
—¡Chisme inútil, que no sirves para nada!
—Pídeles otra a tus padres —sugirió Harry cuando la varita produjo una descarga de disparos, como si fuera una traca.
—Ya, y recibiré como respuesta otro howler —dijo Ron, metiendo en la bolsa la varita, que en aquel momento estaba silbando— que diga: «Es culpa tuya que se te haya partido la varita.»
Bajaron a comer, pero el humor de Ron no mejoró cuando Hermione le enseñó el puñado de botones que había conseguido en la clase de Transformaciones.
—¿Qué hay esta tarde? —dijo Harry, cambiando de tema rápidamente.
—Defensa Contra las Artes Oscuras —dijo Hermione en el acto.
—¿Por qué —preguntó Ron, cogiéndole el horario— has rodeado todas las clases de Lockhart con corazoncitos?
Hermione le quitó el horario. Se había puesto roja.
Terminaron de comer y salieron al patio. Estaba nublado. Hermione se sentó en un peldaño de piedra y volvió a hundir las narices en Viajes con los vampiros. Harry y Ron se pusieron a hablar de quidditch, y pasaron varios minutos antes de que Harry se diera cuenta de que alguien lo vigilaba estrechamente. Al levantar la vista, vio al muchacho pequeño de pelo castaño que la noche anterior se había puesto el sombrero seleccionador. Lo miraba como paralizado. Tenía en las manos lo que parecía una cámara de fotos muggle normal y corriente, y cuando Harry miró hacia él, se ruborizó en extremo.
—¿Me dejas, Harry? Soy... soy Colin Creevey —dijo entrecortadamente, dando un indeciso paso hacia delante—. Estoy en Gryffindor también. ¿Podría..., me dejas... que te haga una foto? —dijo, levantando la cámara esperanzado.
—¿Una foto? —repitió Harry sin comprender.
—Con ella podré demostrar que te he visto —dijo Colin Creevey con impaciencia, acercándose un poco más, como si no se atreviera—. Lo sé todo sobre ti. Todos me lo han contado: cómo sobreviviste cuando Quien-tú-sabes intentó matarte y cómo desapareció él, y toda esa historia, y que conservas en la frente la cicatriz en forma de rayo (con los ojos recorrió la línea del pelo de Harry). Y me ha dicho un compañero del dormitorio que si revelo el negativo en la poción adecuada, la foto saldrá con movimiento. —Colin exhaló un soplido de emoción y continuó—: Esto es estupendo, ¿verdad? Yo no tenía ni idea de que las cosas raras que hacía eran magia, hasta que recibí la carta de Hogwarts. Mi padre es lechero y tampoco podía creérselo. Así que me dedico a tomar montones de fotos para enviárselas a casa. Y sería estupendo hacerte una. —Miró a Harry casi rogándole—. Tal vez tu amigo querría sacárnosla para que pudiera salir yo a tu lado. ¿Y me la podrías firmar luego?
—¿Firmar fotos? ¿Te dedicas a firmar fotos, Potter?
En todo el patio resonó la voz potente y cáustica de Draco Malfoy. Se había puesto detrás de Colin, flanqueado, como siempre en Hogwarts, por Crabbe y Goyle, sus amigotes.
—¡Todo el mundo a la cola! —gritó Malfoy a la multitud—. ¡Harry Potter firma fotos!
—No es verdad —dijo Harry de mal humor, apretando los puños—. ¡Cállate, Malfoy!
—Lo que pasa es que le tienes envidia —dijo Colin, cuyo cuerpo entero no era más grueso que el cuello de Crabbe.
—¿Envidia? —dijo Malfoy, que ya no necesitaba seguir gritando, porque la mitad del patio lo escuchaba—. ¿De qué? ¿De tener una asquerosa cicatriz en la frente? No, gracias. ¿Desde cuándo uno es más importante por tener la cabeza rajada por una cicatriz?
Crabbe y Goyle se estaban riendo con una risita idiota.
—Échate al retrete y tira de la cadena, Malfoy —dijo Ron con cara de malas pulgas. Crabbe dejó de reír y empezó a restregarse de manera amenazadora los nudillos, que eran del tamaño de castañas.
—Weasley, ten cuidado —dijo Malfoy con un aire despectivo—. No te metas en problemas o vendrá tu mamá y te sacará del colegio. —Luego imitó un tono de voz chillón y amenazante—. «Si vuelves a hacer otra...»
Varios alumnos de quinto curso de la casa de Slytherin que había por allí cerca rieron la gracia a carcajadas.
—A Weasley le gustaría que le firmaras una foto, Potter —sonrió Malfoy—. Pronto valdrá más que la casa entera de su familia.
Ron sacó su varita reparada con celo, pero Hermione cerró Viajes con los vampiros de un golpe y susurró:
—¡Cuidado!
—¿Qué pasa aquí? ¿Qué es lo que pasa aquí? —Gilderoy Lockhart caminaba hacia ellos a grandes zancadas, y la túnica color turquesa se le arremolinaba por detrás—. ¿Quién firma fotos?
Harry quería hablar, pero Lockhart lo interrumpió pasándole un brazo por los hombros y diciéndole en voz alta y tono jovial:
—¡No sé por qué lo he preguntado! ¡Volvemos a las andadas, Harry!
Sujeto por Lockhart y muerto de vergüenza, Harry vio que Malfoy se mezclaba sonriente con la multitud.
—Vamos, señor Creevey —dijo Lockhart, sonriendo a Colin—. Una foto de los dos será mucho mejor. Y te la firmaremos los dos.
Colin buscó la cámara a tientas y sacó la foto al mismo tiempo que la campana señalaba el inicio de las clases de la tarde.
—¡Adentro todos, venga, por ahí! —gritó Lockhart a los alumnos, y se dirigió al castillo llevando de los hombros a Harry, que hubiera deseado disponer de un buen conjuro para desaparecer.
»Quisiera darte un consejo, Harry —le dijo Lockhart paternalmente al entrar en el edificio por una puerta lateral—. Te he ayudado a pasar desapercibido con el joven Creevey, porque si me fotografiaba también a mí, tus compañeros no pensarían que te querías dar tanta importancia.
Sin hacer caso a las protestas de Harry, Lockhart lo llevó por un pasillo lleno de estudiantes que los miraban, y luego subieron por una escalera.
—Déjame que te diga que repartir fotos firmadas en este estadio de tu carrera puede que no sea muy sensato. Para serte franco, Harry, parece un poco engreído. Bien puede llegar el día en que necesites llevar un montón de fotos a mano adondequiera que vayas, como me ocurre a mí, pero —rió— no creo que hayas llegado ya a ese punto.
Habían alcanzado el aula de Lockhart y éste dejó libre por fin a Harry, que se arregló la túnica y buscó un asiento al final del aula, donde se parapetó detrás de los siete libros de Lockhart, de forma que se evitaba la contemplación del Lockhart de carne y hueso.
El resto de la clase entró en el aula ruidosamente, y Ron y Hermione se sentaron a ambos lados de Harry.
—Se podía freír un huevo en tu cara —dijo Ron—. Más te vale que Creevey y Ginny no se conozcan, porque fundarían el club de fans de Harry Potter.
—Cállate —le interrumpió Harry. Lo único que le faltaba es que a oídos de Lockhart llegaran las palabras «club de fans de Harry Potter».
Cuando todos estuvieron sentados, Lockhart se aclaró sonoramente la garganta y se hizo el silencio. Se acercó a Neville Longbottom, cogió el ejemplar de Recorridos con los trols y lo levantó para enseñar la portada, con su propia fotografía que guiñaba un ojo.
—Yo —dijo, señalando la foto y guiñando el ojo él también— soy Gilderoy Lockhart, Caballero de la Orden de Merlín, de tercera clase, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras, y ganador en cinco ocasiones del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista Corazón de bruja, pero no quiero hablar de eso. ¡No fue con mi sonrisa con lo que me libré de la banshee que presagiaba la muerte!
Esperó que se rieran todos, pero sólo hubo alguna sonrisa.
—Veo que todos habéis comprado mis obras completas; bien hecho. He pensado que podíamos comenzar hoy con un pequeño cuestionario. No os preocupéis, sólo es para comprobar si los habéis leído bien, cuánto habéis asimilado...
Cuando terminó de repartir los folios con el cuestionario, volvió a la cabecera de la clase y dijo:
—Disponéis de treinta minutos. Podéis comenzar... ¡ya! Harry miró el papel y leyó:
1. ¿Cuál es el color favorito de Gilderoy Lockhart?
2. ¿Cuál es la ambición secreta de Gilderoy Lockhart?
3. ¿ Cuál es, en tu opinión, el mayor logro hasta la fecha de Gilderoy Lockhart?
Así seguía y seguía, a lo largo de tres páginas, hasta:
54. ¿Qué día es el cumpleaños de Gilderoy Lockhart, y cuál sería su regalo ideal?
Media hora después, Lockhart recogió los folios y los hojeó delante de la clase.
—Vaya, vaya. Muy pocos recordáis que mi color favorito es el lila. Lo digo en Un año con el Yeti. Y algunos tenéis que volver a leer con mayor detenimiento Paseos con los hombres lobo. En el capítulo doce afirmo con claridad que mi regalo de cumpleaños ideal sería la armonía entre las comunidades mágica y no mágica. ¡Aunque tampoco le haría ascos a una botella mágnum de whisky envejecido de Ogden!
Volvió a guiñarles un ojo pícaramente. Ron miraba a Lockhart con una expresión de incredulidad en el rostro; Seamus Finnigan y Dean Thomas, que se sentaban delante, se convulsionaban en una risa silenciosa. Hermione, por el contrario, escuchaba a Lockhart con embelesada atención y dio un respingo cuando éste mencionó su nombre.
—... pero la señorita Hermione Granger sí conoce mi ambición secreta, que es librar al mundo del mal y comercializar mi propia gama de productos para el cuidado del cabello, ¡buena chica! De hecho —dio la vuelta al papel—, ¡está perfecto! ¿Dónde está la señorita Hermione Granger?
Hermione alzó una mano temblorosa.
—¡Excelente! —dijo Lockhart con una sonrisa—, ¡excelente! ¡Diez puntos para Gryffindor! Y en cuanto a...
De debajo de la mesa sacó una jaula grande, cubierta por una funda, y la puso encima de la mesa, para que todos la vieran.
—Ahora, ¡cuidado! Es mi misión dotaros de defensas contra las más horrendas criaturas del mundo mágico. Puede que en esta misma aula os tengáis que encarar a las cosas que más teméis. Pero sabed que no os ocurrirá nada malo mientras yo esté aquí. Todo lo que os pido es que conservéis la calma.
En contra de lo que se había propuesto, Harry asomó la cabeza por detrás del montón de libros para ver mejor la jaula. Lockhart puso una mano sobre la funda. Dean y Seamus habían dejado de reír. Neville se encogía en su asiento de la primera fila.
—Tengo que pediros que no gritéis —dijo Lockhart en voz baja—. Podrían enfurecerse.
Cuando toda la clase estaba con el corazón en un puño, Lockhart levantó la funda.
—Sí —dijo con entonación teatral—, duendecillos de Cornualles recién cogidos.
Seamus Finnigan no pudo controlarse y soltó una carcajada que ni siquiera Lockhart pudo interpretar como un grito de terror.
—¿Sí? —Lockhart sonrió a Seamus.
—Bueno, es que no son... muy peligrosos, ¿verdad? —se explicó Seamus con dificultad.
—¡No estés tan seguro! —dijo Lockhart, apuntando a Seamus con un dedo acusador—. ¡Pueden ser unos seres endemoniadamente engañosos!
Los duendecillos eran de color azul eléctrico y medían unos veinte centímetros de altura, con rostros afilados y voces tan agudas y estridentes que era como oír a un montón de periquitos discutiendo. En el instante en que había levantado la funda, se habían puesto a parlotear y a moverse como locos, golpeando los barrotes para meter ruido y haciendo muecas a los que tenían más cerca.
—Está bien —dijo Lockhart en voz alta—. ¡Veamos qué hacéis con ellos! —Y abrió la jaula.
Se armó un pandemónium. Los duendecillos salieron disparados como cohetes en todas direcciones. Dos cogieron a Neville por las orejas y lo alzaron en el aire. Algunos salieron volando y atravesaron las ventanas, llenando de cristales rotos a los de la fila de atrás. El resto se dedicó a destruir la clase más rápidamente que un rinoceronte en estampida. Cogían los tinteros y rociaban de tinta la clase, hacían trizas los libros y los folios, rasgaban los carteles de las paredes, le daban vuelta a la papelera y cogían bolsas y libros y los arrojaban por las ventanas rotas. Al cabo de unos minutos, la mitad de la clase se había refugiado debajo de los pupitres y Neville se balanceaba colgando de la lámpara del techo.
—Vamos ya, rodeadlos, rodeadlos, sólo son duendecillos... —gritaba Lockhart.
Se remangó, blandió su varita mágica y gritó:
—¡Peskipiski Pestenomi!
No sirvió absolutamente de nada; uno de los duendecillos le arrebató la varita y la tiró por la ventana. Lockhart tragó saliva y se escondió debajo de su mesa, a tiempo de evitar ser aplastado por Neville, que cayó al suelo un segundo más tarde, al ceder la lámpara.
Sonó la campana y todos corrieron hacia la salida. En la calma relativa que siguió, Lockhart se irguió, vio a Harry, Ron y Hermione y les dijo:
—Bueno, vosotros tres meteréis en la jaula los que quedan. —Salió y cerró la puerta.
—¿Habéis visto? —bramó Ron, cuando uno de los duendecillos que quedaban le mordió en la oreja haciéndole daño.
—Sólo quiere que adquiramos experiencia práctica —dijo Hermione, inmovilizando a dos duendecillos a la vez con un útil hechizo congelador y metiéndolos en la jaula.
—¿Experiencia práctica? —dijo Harry, intentando atrapar a uno que bailaba fuera de su alcance sacando la lengua—. Hermione, él no tenía ni idea de lo que hacía.
—Mentira —dijo Hermione—. Ya has leído sus libros, fíjate en todas las cosas asombrosas que ha hecho...
—Que él dice que ha hecho —añadió Ron.

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